2 sept 2012

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El año es mi obra de arte, pensaba, en una pausa, éste o aquél. Lo construía con cautelas estéticas, equilibraba los bloques de trabajo y descanso de modo que hicieran un cuadro armónico, las transversales creativas con las playas de acomodamiento a lo dado y convencional, el firmamento móvil de las relaciones humanas, la corona del amor. Colocaba los días en una escala en penumbras, las semanas bajo la luz cambiante de un faro portátil, los meses explosiones nucleares de luz híper amarilla. Puntos de horas, de minutos, de segundos, en todos los colores giraban enloquecidos por las avenidas de los aprendizajes, las experiencias, las desilusiones, las revelaciones. Sólo el arte era eterno. El año Obra de Arte era su servidor en el tiempo.
El año como obra de arte, o más modestamente como figura o Gestalt inteligible, se armaba con piezas sueltas y dispersas, heterogéneas hasta las incompatibilidades (de las que sólo podían convivir en una enumeración caótica) tomadas de acá y allá al azar del tiempo y el espacio mentales. Un eructo y un BMW, la Edad Media y el chirrido del motor de una licuadora, una multiplicación y una camisa. Con esos materiales ¿no era ilusorio pretender que resultara un objeto armonioso y bello?
Aunque es cierto que el armado, por hacerse en el tiempo, se hacía tanto de atrás para adelante como de adelante para atrás. El producto podía estar antes de la producción, la belleza antes que los efectos que la producían. Así de ambigua era la cuestión del año. "
 [ El náufrago (César Aira) ]







Mi vida es mi obra de arte.

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